Había un montón enorme de cartas que jamás escribí. Las razones son poco importantes. La casa estaba llena de ellas. Incluso se extendían hasta el jardín y algunas más aventureras lograban llegar a la acera. Cualquier sitio en el que uno ponía la mirada estaría lleno de ellas. Sobre el césped, encima de los rosales, colgadas en una rama. Algunas eran para personas que apreciaba, otras para los que vi solo una vez, y las más especiales eran para seres que existen solo en la vida onírica. No las envié porque nunca encontré la compañía de correos adecuada. Todas se limitaban a enviar material que pudieran tocar con las manos. Así que se fueron acumulando hasta formar un muro que a simple vista no dejaba salir ni entrar a nadie.
El día se nubló inesperadamente y la lluvia arremetió sin previo aviso. El viento se intensificó y derribó varios árboles a los cuales apreciaba de una manera especial. Al vagabundo que vivía en la esquina le cayó encima un almendro y lo mató de manera súbita. Seguramente, sin importar a cuál lugar haya sido transportado, se alimentaría mejor que aquí.
Como un caballo a todo galope el viento irrumpió por la cocina arremolinando las cartas, y la lluvia se dispuso a deshacerles con una vehemencia desmesurada. Hicieron la ventana añicos y se colaron en la casa. Cualquier intento de rescate era imposible. Solo me quedé observando cómo las cartas eran destruidas; puse atención mientras ocurría la catástrofe. El muro de papel era derribado con elegancia por un huracán furioso. Nada podía hacer. La casa era un desastre y todo estaba arruinado. Harían falta una buena cantidad de escobas y un par de botas de hule.

Me fascinó, sentí como si volara y que mi transporte fue una de esas cartas.
ResponderEliminarTienes ese no sé qué que me encanta leer.
... y aún no termino de limpiar la casa.
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