Llevaba años intentando descifrar el origen de mi insomnio. Aparentemente la preocupación no era algo que me quitara el sueño. A mí me sucedía algo más; no sabía qué, pero no eran las típicas cosas que quitan el sueño, bueno, algunas veces sí, pero podría decirse que dos en un año como máximo. En ocasiones llegué a pensar que lo que no me dejaba dormir era el hecho de ponerme a pensar por qué no podía dormir.
Daría cualquier cosa por acostarme y quedarme dormido como un tronco, como la persona promedio, pero eso era solo un sueño guajiro; algo prácticamente imposible de realizar para mí. Había intentado de todo, incluso dormir boca abajo. Pero un día la respuesta llegó a mí como un milagro, de repente ahí estaba la causa, en la almohada, en mi cama, todos estos años estuvo ahí, ocultándose donde jamás imaginé, burlándose de mí: era un simple y vil agujero en la almohada. Por ahí se escapaban mis ganas de dormir; mis sueños se escurrían como agua.
Ese día tuve un sueño en donde hacían fiesta nacional porque había descubierto la causa del insomnio. Cuántas personas podrían curarse. Me darían un Nobel. Agujeros en la almohada, algunos tan minúsculos que pasaban desapercibidos. Pero con la lupa adecuada se podrían encontrar. La gente dormiría bien y todos serían felices. Esa semana dormí como un bebé, vaya que lo gocé. Pero la alegría no duró mucho, el insomnio volvió, ahí estaba, ese cazador de bostezos inoportunos, raptor de indicios de sueño.
Tal vez todo eso del agujero fue una simple pantalla, quizá el insomnio quería que volviera a sentir esas ganas de irme a dormir, esa despreocupación por lograr conciliar el sueño, así tendría más cosas que agregar a sus trofeos, se alimentaría de mi desesperación. Caí como un tonto. Quizá algún día logre vencerlo, no me voy a rendir tan fácilmente.

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