Yo tenía una bicicleta de color verde, recuerdo que era una de montaña. Solía ser una extensión más de mi cuerpo. Me volvió un ser que usaba sus pies solo para pedalear. Caminar ya no estaba dentro de lo normal. Iba a la tienda en bicicleta, hacía la tarea en bicicleta, comía en la bicicleta, dormía con la bicicleta. No tenía razón alguna para caminar, pues en mis manos tenía el objeto más maravilloso de todo el universo, hecho a base de dos llantas, un manubrio y dos pedales. Ingenioso. Nunca le puse un nombre, ninguno era el adecuado. Podría quitarle la magia. Era un bicicleta sin nombre. Alcanzaba velocidades mucho mayores a las de un Ferrari contemporáneo. Por donde sus ruedas pasaban, las rocas se hacían arena en cuestión de segundos. Incluso en ocasiones, solía despegarse unos cuantos milímetros del suelo, se deslizaba por el aire. Siempre he creído que fue un experimento extraterrestre, que por azares del destino, terminó en mis manos. Yo no medía las consecuencias al usarla hasta su máxima potencia. Solía pasar más tiempo tirado en el suelo, resistiéndome a llorar, que arriba de la bicicleta. No llevaba a acabo ninguna medida de seguridad. No usaba rodilleras, nada, absolutamente nada, ni siquiera casco. Por lo que mis rodillas se habían convertido en un autentico campo de guerra, ahora ya solo son un recuerdo de batallas pasadas. En mis manos aún tengo cicatrices. Aunque eso era algo intrascendente, pues yo poseía al medio de transporte por excelencia, no había necesidad de preocuparme por pequeñeces. El único problema es que uno crece, pero los objetos permanecen iguales, con algunas afectaciones a la vista por el óxido, pero nada grave. La dejé de usar. Incluso volví a usar mis pies para caminar. Caminaba para ir a la escuela, de regreso igual. Mi vieja amiga ya no cumplía los requisitos, era demasiado pequeña. Su diseño le pasó factura. Parecía que sus últimos días los pasaría arrumbada en una esquina, oxidándose hasta su muerte. Afortunadamente no sucedió así, mis padres la vendieron y quién sabe a dónde fue a parar. No sentí tristeza, ya que alguien más la traería de vuelta a la vida, a mi amiga, la bicicleta verde. Podría jurar que tenía vida, algunas veces la oí decir que odiaba la sopa de tuercas.
miércoles, 20 de junio de 2012
La bicicleta verde
Yo tenía una bicicleta de color verde, recuerdo que era una de montaña. Solía ser una extensión más de mi cuerpo. Me volvió un ser que usaba sus pies solo para pedalear. Caminar ya no estaba dentro de lo normal. Iba a la tienda en bicicleta, hacía la tarea en bicicleta, comía en la bicicleta, dormía con la bicicleta. No tenía razón alguna para caminar, pues en mis manos tenía el objeto más maravilloso de todo el universo, hecho a base de dos llantas, un manubrio y dos pedales. Ingenioso. Nunca le puse un nombre, ninguno era el adecuado. Podría quitarle la magia. Era un bicicleta sin nombre. Alcanzaba velocidades mucho mayores a las de un Ferrari contemporáneo. Por donde sus ruedas pasaban, las rocas se hacían arena en cuestión de segundos. Incluso en ocasiones, solía despegarse unos cuantos milímetros del suelo, se deslizaba por el aire. Siempre he creído que fue un experimento extraterrestre, que por azares del destino, terminó en mis manos. Yo no medía las consecuencias al usarla hasta su máxima potencia. Solía pasar más tiempo tirado en el suelo, resistiéndome a llorar, que arriba de la bicicleta. No llevaba a acabo ninguna medida de seguridad. No usaba rodilleras, nada, absolutamente nada, ni siquiera casco. Por lo que mis rodillas se habían convertido en un autentico campo de guerra, ahora ya solo son un recuerdo de batallas pasadas. En mis manos aún tengo cicatrices. Aunque eso era algo intrascendente, pues yo poseía al medio de transporte por excelencia, no había necesidad de preocuparme por pequeñeces. El único problema es que uno crece, pero los objetos permanecen iguales, con algunas afectaciones a la vista por el óxido, pero nada grave. La dejé de usar. Incluso volví a usar mis pies para caminar. Caminaba para ir a la escuela, de regreso igual. Mi vieja amiga ya no cumplía los requisitos, era demasiado pequeña. Su diseño le pasó factura. Parecía que sus últimos días los pasaría arrumbada en una esquina, oxidándose hasta su muerte. Afortunadamente no sucedió así, mis padres la vendieron y quién sabe a dónde fue a parar. No sentí tristeza, ya que alguien más la traería de vuelta a la vida, a mi amiga, la bicicleta verde. Podría jurar que tenía vida, algunas veces la oí decir que odiaba la sopa de tuercas.
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