El reloj insiste en seguir girando sus manecillas. Lo he mirado fijamente para ver cómo reaccionaba, pero eso no hizo que cambiara su actuar, al contrario, pareciera que aumentó la velocidad. Pensé que era un problema con las baterías: demasiado cargadas quizá. Después de retirarle las pilas y esconderlas muy bien, el reloj seguía girando; alguna fuerza desconocida lo hacía girar con decisión. Nadie ni nada podía detenerlo. El giro de las manecillas era inevitable, y mientras yo buscaba la manera de pararle, el tiempo seguía su curso, sin perdonar, sin tocarse el corazón. El reloj es una máquina que se alimenta de almas y las transforma en tiempo. Cuando muera me llevaré ese reloj a la tumba, no vaya a ser que alguien más se lleve toda la vida intentando pararle en lugar de hacer otras cosas como, no sé, como ir a pescar o hacerse un sándwich.

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